sábado, 3 de abril de 2010
Capítulo 33: Hacia el suelo
Intento sentarme frente a la laptop y ordenar esta catarata de notas, estas palabras que en raptos de vértigo he volcado desde el teclado, pero algo me molesta, no sé que, pero hay algo que me molesta e impide la concentración. Ya me he dado dos duchazos, he revisado una y más veces el original que me entrego Mariano, pero mi cabeza sigue dispersa, sumergida en una vaguedad que termina por inviabilizar todo intento para conectarme con las líneas que muestra la pantalla. Debería dejar de lado la petaca y dar una vuelta por la Balcarce, ir a algún pub, sentarme a escuchar algo de música y… Quizás buscar alguna compañía que disimule, al menos por un rato, esta desatención me ha asaltado. Sin embargo, decido un nuevo intento, abro la carpeta y miro sin mirar los iconos que representan cada uno de los múltiples archivos de texto que he ido acumulando, quedo absorto en algún punto de la pantalla, respiro profundo he intento cerrar los ojos y dejar que mis dedos se vuelquen sobre el teclado. Es una “tormenta de ideas”, un método que me enseño algún profesor de mis años en Abogacía, tan sólo te haces una pregunta, planteas un problema y empiezas a volcar lo primero que viene a tu cabeza. Comienzo a escupir palabras sobre un nuevo archivo de texto ayudado por aquel curso de mecanografía que me ha resultado un patrimonio invalorable durante estos años. “Kerouac” es una de las palabras que surgen de algún espacio recóndito del subconsciente. Kerouac, escribía en rollos de papel continuo, creía que debía descargar toda su inspiración en un rapto que no admitía interrupciones tan molestas como es cambiar la hoja en el rodillo de las antiguas máquinas de escribir mecánicas, lo suyo era una suerte de trance, escribía como en un trance, no así Galeano, Galeano prefiere la escritura a mano, detesta el traqueteo incesante de la máquina de escribir, incluso, también, del teclado de la computadora… Son gustos, son acercamientos, yo amo el sonido, extraño eso de mi vieja Olivetti, el traqueteo rítmico de su teclado mecánico, la suave musicalidad del momento reflexivo y ese traqueteo frenético, como un riff visceral, que descarga el rapto de inspiración en estado puro… Pero… ¿Adónde intento ir? Esa es la pregunta, esa era la pregunta. ¿Qué estoy escribiendo? ¿Una búsqueda, una…? ¿Una qué? Eso es lo que es. “Una qué”, tan sólo “una qué”. No tiene explicación, ni tiene orden, no tiene un principio, sólo un hito espacio-temporal donde este ‘”una qué” comienza a transmutarse en papel o, en este caso, impulsos eléctricos recogidos por el archivo de texto. Tampoco habrá final, sólo un punto en el espacio-tiempo donde este “una qué” abandonará el espectro visible y simplemente dejaremos de saber de él… No hay ni principio ni fin, sólo un punto donde percibimos el “una qué” y otro donde, tan sólo, dejamos de percibirlo, tampoco un desarrollo, sólo un tránsito, una experiencia si se quiere, la cual, no guarda una lógica, solamente se produce sin coherencia y sin ritmo predestinado, sólo nos sorprende en nuestro desahucio… Abro un nuevo archivo, “La Quinta” escribo, golpeo un par de veces la tecla “Enter” y con “Por Marcos Sarría” completo.
Un golpe en la puerta interrumpe la faena, me levanto para ver que pasa y encuentro la figura del recepcionista, el mismo “Chonguito lindo”, según Mariano, de esta mañana.
- Señor, tiene una llamada telefónica
- Me la puede pasar a la habitación
- Sí, no hay inconveniente
La llamada tarda unos instantes en ser captada por el aparato de mi habitación, la voz de Esteban es aún más seca de lo que la recuerdo y sus palabras surgen con la misma e inclemente automaticidad, distingo el original de “La perversión y la leche” caído entre el desorden de mis ropas y, tan sólo, dejo caer el tubo hacia el suelo.
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