viernes, 1 de enero de 2010
Capítulo 11: Un cumpa
“Debo haber pasado mil veces… Pero cada vez que fui, fui ‘tabicado’. Tan sólo alcanzaba a ver hacia mis pies… Unas baldosas con un diseño muy peculiar y parte de la mayólica del zaguán, nada más que eso, pero la tortura te hace vidente, te hace recordar hasta lo que no sabías. No sé, no sé… Debe haber sido por tantas veces que pasé yendo al Industrial, incluso, al Nacional mismo, pero entre picanazo y picanazo sentí como una revelación, algo así como éxtasis que dicen que tienen los que dicen que son santos, pero de la nada se presentó la calle Montevideo y el número 428. Ya afuera, busqué una pasada ‘casual’ por allí y al llegar al 428 de Montevideo no me sorprendí en encontrar aquellas mismas baldosas y aquella misma mayólica”, me dijo un cumpa mientras sus dedos recorría los ensortijos de una barba abundantemente cana.
No le pregunté si ‘cantó’ la visión, es inútil. Si lo hubiera hecho, lo negaría hasta creerse él mismo su improbable silencio, y, si no lo hubiera hecho, jamás yo hubiese comprendido semejante tozudez.
El taxi estaciona justo cuando el Gordo termina la tarea de lidiar con los candados, hace años que dejé de venir y aún no han puesto una cerradura ni arreglado las persianas de los ventanales, bajo la ventanilla y antes de un saludo, apuro:
- ¿Pa’ que tenés ferretería si en quince años no le pusiste una cerradura?
El Gordo esconde las soberanas ganas de mandarme a la mierda tras una sonrisa resignada, pago para que el tachero pueda darse a la fuga de un barrio que hasta la mera cercanía le trae un terror indescriptible y me bajo para darle al Gordo un abrazo de esos que necesitan un tiempo pronunciado para tomar impulso. La primera mirada dice que los candados de la puerta y las persianas rotas no son las únicas cosas que siguen igual, sigue el mismo cartel pintando hace años por el careta del Uruguayo y el sempiterno laberinto de muebles varados en un galpón desprovisto de casi todo, pero hay cosas que faltan.
Falta la Petisa y el cumpa barbado… La picana no sólo lo hizo recordar incluso aquello que no sabía, también le frió los huevos y lo dejo tocado para todo el viaje, hará cinco años que la cosa no dio para más y lo internaron. Siempre que me acuerdo, porque no es cada vez que puedo, pues podría más veces de las que me acuerdo, le mando algo a través del Gordo, quizás por eso seguimos en contacto, quizás porque viaja a Baires seguido por el Partido o, quizás, porque el Alemán, el padre del Gordo, cada vez que el alzheimer se lo permite siempre se comunica para tratar de convencerme de alguna cosa que hace quince años dejé atrás.
- ¿Y… Supiste algo de los suecos? – pregunta el Gordo dando sus característicos rodeos para evitar preguntar qué bicho me picó para caer de improviso.
- No… Hice el contacto, después le tienen que romper los huevos ustedes… Poner guita en estas cosas, ponen, hay que endulzarlos un poco, pero… Mirá, seguro que a principios de año tenemos un gira de promoción por ahí, los encaro y les recuerdo el tema. ¿’Tamo? – siempre terminan comprometiendo en algo, es una cuestión sobre la que no he descubierto antídoto desde que conocí al Alemán – Pero… Digamos… ¿No me vas a ofrecer un matecito o algo, eh….?
Falta la Petisa, falta el cumpa barbado y… Falta ella, primordialmente faltan ella y quince años qué no sé bien a dónde se fueron.
El Gordo trae el mate, está cada vez más parecido al viejo, un tanto más bajo, pero se parece mucho. Físicamente, físicamente, en el carácter es bastante más parco, igual de calculador y frío, pero no busca tan aviesamente seducir con una supuesta cordialidad. Creo que los conozco demasiado. ¿Conozco o conocí? Sí, a veces se puede llegar a conocer el tuétano de alguien, y, cuando esto sucede, se lo conoce, resulta hasta posible perderlo de vista por años, no saber nada de él, pero se lo conoce y resulta más que improbable que algo te sorprenda, así, sospecho cada palabra que va a decir mientras aún juega con aquella bombilla con el escudo del Charrúa que dejé en el local.
- ¿En qué andás…? – esa fórmula aparentemente inocua le resulta mucho más fácil que ir al grano del “qué querés” que lo atormenta desde que marqué su celular.
- Nada. ¿Específicamente? En nada, ando… En nada. ¿Escribiendo? Empecé a laburar en una novela y… Bueno, necesitaba tomar algo de distancia de Baires para poder trabajar tranquilo, además… No sé, siempre soy bastante autorreferencial, pero ésta me parece que es casi una autobiografía y… En fin, en fin, en algún momento veo que dejé demasiadas cosas en el tintero y, para poder encaminar la novela, creo que necesito entender que paso en el medio con esas cosas entre que las dejé y ahora… En fin… ¿No entendés un joraca?
- Ni pío, pero…
- Sí, nunca fui demasiado claro. ¿No?
- ¿Vos…? No, siempre fuiste de los tipos más claros que conocí… Te parabas y tirabas línea… Ufff… Era un placer, Marcos. Había que escucharte, hipnotizabas, uno podía estar en cualquiera y levantabas la voz, siempre… Je. Despacito, empezabas con un tono bajo, cadencioso, dejando que el murmullo siguiera un poco e ibas levantando la voz hasta que todo se convertía en un silencio gélido, donde no dejabas otra opción que escucharte… ¿Embobado? Sí, es la palabra, hipnotizabas, dabas envidia… Pero… También tenés razón, eh… Lo que nadie podía entender era para donde mierda ibas. Fuera de esa hipnosis… Uno que creías que después ibas a ir para tal lado, pegabas un quiebre de cintura y salías para cualquier otro lado. Ninguno sabía que mierda querías en el fondo.
- Lo sabía yo… Yo lo sabía.
- ¿Qué era?
- Ah… No sé, no me acuerdo, ya no me acuerdo… En un momento deje de quererlo y… Me olvidé, simplemente, me olvidé.
- ¿Y, ahora, qué querés? – por fin la pregunta.
- Nada. La verdad que nada…
Y miento, como si nada, miento. Quiero saber que quería con pasión desesperada, pasión hipnótica, pasión envidiada y… Pasión olvidada.
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