viernes, 9 de octubre de 2009
Capítulo I: Una botella de Coca-Cola
Un escritor enfrenta dos problemas, ninguno de los cuales es la tan remañida “página en blanco”, ella no representa más que la inmadurez del artesano, pues, con una pizca de oficio, una palabra cualquiera, incluso puesta al azar, rompe tan absurdo maleficio... En el peor de los casos, sólo habrá de ser corregida o tachada. No, la “página en blanco” es una superchería, un discurso demagógico dedicado al lego, ocultando que, en realidad, nuestra profesión pasa tan sólo por un subrepticio rapto de inspiración materializado sobre el papel, o, en estos días cibernéticos, en el indescifrable mundo de cables y discos rígidos. No, los problemas que enfrenta un escritor son dos.
El primero, quizás el primordial, es el hecho de escribir un perpetuo presente basado en un futuro posible. Ciertamente, hay muchos relatos situados en el pasado, ello es tan cierto como inexacto. La posibilidad de futuro es posibilidad de un pasado, de un presente o de un futuro mismo, los cuales pueden ser ciertos pero también improbables e incluso fantásticos. Empero, esto no es todo, sino que implica el lugar desde donde diferenciar a un artista de un simple artesano.
Tanto el preciosismo como el detalle puede ser infinitamente mayor en un artesano que en un verdadero artista, pero, ese trabajo es una reproducción de lo mundano, en cambio, el artista, aunque tuviese el más grosero de los trazos, incorpora una inmaterialidad, ese futuro posible descrito en un presente perpetuo, a la materialidad cotidiana. Torna táctil, sensible y, en una palabra, material algo que es en esencia inaprensible... Aquí también, la trampa. El artista es el catalizador de esa transformación, y, por consiguiente, el mismo reside en la creación, existe una huella presencial del artista impresa en la obra materializada.
En fin, no, no quiero extenderme demasiado, no busco redactar un tratado o tan simplemente un panfleto sobre el arte o la literatura, si garabateo estas líneas es buscando, precisamente, la inmaterialidad a tornar en materia, esa posibilidad de futuro que deseo trastocar en perpetuo presente... Así, las dudas se suceden... ¿Debería continuar esto como un manuscrito, sin tan siquiera emprender correcciones? Sin embargo, tales cavilaciones serán motivo de posterior análisis, al cual, estimado lector, usted no se encuentra invitado.
¡La puta mierda! Un insultante camarero, más rubio, elegante y atractivo de lo que mi triste figura jamás será, no ha tenido mejor idea que prestar atención en los garabatos que, a ritmo frenético, voy estampando sobre este arrugado trozo de papel...
- Trabajo en una novela... – contesto con un evidente desgano y desinterés por proseguir la conversación.
- Ha avanzado mucho...? – agrega con estúpida idiotez
- No, no sé... Será la primera hoja apenas... – no resulta difícil advertir la desaprobación en su mirada, incluso un dejo burlón atado a saber que la serie extendida de garabatos sobre la escasa superficie de este papel arrugado no pueden constituir de ningún modo una novela. Imbécilmente, intento explicarle – Vea, el trabajo del escritor está más en la búsqueda de las palabras que en su escritura...
El gesto demuestra el in crescendo de su desaprobación a pensar que intente fingir un claro entendimiento de mis palabras. “Humano, demasiado humano...”, pienso mientras se aleja con sus aires de galancete en teleteatro vespertino... En fin, no más que una distracción, sigamos... Cómo decía, existe una diferencia abismal entre artistas y artesanos, los últimos viven en una constante lucha con la materia, los otros hurgan en lo inasible para presentarlo ante nosotros con sorprendente naturalidad...
Es la distancia entre Garrincha y el eficaz carrilero derecho del Bayern München. Antes del rapto de inspiración un abismo de sensaciones se reproduce en el corazón artista, en su alma, si es que tal cosa existe, hasta que logra materializarlo en palabras, versos, incomprensibles garabatos o la indescifrable gambeta del wing... Por ello, siempre nos toparemos con su huella presencial materializada en la obra.
No es necesario percibir el rostro de Michellangelo entre los condenados de “El juicio final” para sentir la inescindible presencia del autor, cada trazo devela su propio pesar, su propio y único dilema existencial, su inapelable soledad y la certeza de su condena... Línea por línea de Arlt o Kafka nos muestran su permanente presencia física o espiritual, sea lo que sea aquello impreso en la obra, palpando el desgranamiento humano a cada paso, como si el proceso catalizador paulatinamente pusiera al artista en un invariable purgatorio...
El arte no es una cuidada construcción arquitectónica, es un diálogo dramático y mortal entre la materia y el más allá de lo inconmensurable, resulta una exudación vital que consume al catalizador mismo en cada trazo de tinta o en cada impulso electrónico que el teclado dicta al procesador... Técnica y preciosismo entran luego, como delgada frontera entre el artista y un mero demente... Aunque, quizás, los locos no sean otra cosa de artistas que aún no han dado con la forma de traducir en materia esa inmaterialidad que los atormenta.
Perdón, sepan disculpar estas digresiones, quizás sea el tenor alcohólico de este vino. Antes he dicho que los escritores enfrentan, principalmente, dos problemas. Uno, esta suerte de fatal dicotomía que lentamente los va consumiendo, el otro... ¿Cuál era el otro? Sí, ya sé, cierto, el otro resulta del momento en que un autor toma más importancia que su obra, es decir, la grave seguridad de nuestro fracaso. Ciertamente, al tomar la hoja y comenzar a llenarla de palabras, lo hacemos con la remota esperanza de alcanzar el rótulo inverosímil de artistas, pero, como esto muy rara vez es posible, aspiramos, como mediocre y triste consuelo, ha convertirnos, al menos, en magistrales artesanos, pero, el corazón se hace añicos al comprobarnos nada más que una mercancía, apenas un poco más valiosa que una botella de “Coca-Cola”.
La portada pronuncia “Marcos Sarría” y escasamente le preocupa lo que se esconde tras ella, si es la crónica fundamental de la existencia o si es una vana receta de cocina, no, en nada les preocupa, compran el libelo y asisten emperifollados a la nueva presentación del escritor más leído, devorando insignificantes canapés con los dientes blanquecinos producto de horas y millonadas cedidas al odontólogo de turno, degustando un champagne berreta que con sumo cuidado se ha colado en la botella de “Pommery” y felicitando su buen sabor con paladares tan exquisitos como los de un obrero metalúrgico.
Mientras, yo, Marcos Sarría, escupo furia entre trago y trago la botella de “Cuesta de Madero” que siempre escondo bajo la gabardina, escupo furia y la furia se hace palabras, palabras garabateadas unas tras otras en estas líneas


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